No sé si puedo contar una anécdota ahora que se ha muerto Julio Anguita.
Estoy seguro que él, ahora que está en los cielos, no se enfadaría.
A pesar de su apariencia adusta no dudo de que tenía sentido del humor.
Eran las elecciones europeas de 1989 y yo era entonces un joven periodista adscrito a la redacción de La Vanguardia en Madrid. Rodeado de elefantes y de vacas sagradas.
Me tocó cubrir Izquierda Unida en las elecciones europeas de junio de 1989.
Puden imaginarse ustedes lo que les interesaba a La Vanguardia la posición electoral de Izquierda Unida en esos comicios. Apasionante.
Generalmente la crónica quedaba relegada a un columnita, un breve o -como mucho- un faldón.
Argot periodística que se refiere a la pieza que ocupa la parte inferior de una página, generalmente par.
Con el agravante de que el mensaje que lanzaban en el mítin de la mañana era casi igual que el de la tarde.
Entonces no había internet ni móviles ni redes sociales y la hora de cierre de los diarios era sagrada.
Fueron, bajo estas condiciones, 5.000 o 6.000 kilómetros por toda España en autobús.
Probablemente el peor viaje en autobús de toda mi vida. Alojados más bien en condiciones precarias. Un hotel de tres estrellas era un lujo.
No lo entendí nunca porque la coalición tampoco corría con los gastos sino de los medios.
Igual querían dar imagen de austeridad. No lo sé.
Con el agravante que el líder, Julio Anguita, ni viajaba con nosotros -iba en el coche del partido- ni se alojaba en los mismos establecimientos sino en otras de superior categoría. Cosa relativamente fácil.
Pero recuerdo con cariño especial dos anécdotas. Una en Córdoba, ciudad de la que fue alcalde muchos años y consolidó su carrera política.
Era la hora del desayuno y apareció con rostro ensombrecido.
Soltó una frase que decía más o menos así: “Mecauen la mar, nos han robado el cassette del coche. Como pille al que lo ha hecho que no me venga la injusticia social, le pego dos sopapos que saldrá volando”.
Fue la primera vez que pensé que, en materia de izquierda, una cosa es la teoría y la otra la práctica.
La segunda ya no viene a cuento pero la cuento igual a modo de consuelo.
Por una parte la noche en el Hotel Atlántico de Cádiz, sin duda el mejor establecimiento en el que nos alojamos.
Y por otra, los pescaítos que me comí en la ciudad andaluza envueltos en un cucurcho de papel.
Nunca he conseguido volver porque la ciudad está en la otra punta pero permanecen en mi subconsciente como la madalena de Proust.
En versión salada, claro.