El problema de las memorias es que, a veces, desmitifican al autor. No lo digo por Pujol, que también, sino por Manfred Albrecht Freiherr von Richtofen, más conocido con el nombre arístico de El Barón Rojo, el as alemán de la I Guerra Mundial que murió a los 26 tras zamparse 80 aviones enemigos. Unos chiflados de Granada acaban de recuperar ahora sus memorias de la mili, El avión rojo de combate (192 páginas, 16,90 euros), escritas en julio de 1917 cuando se recuperaba de un balazo en la cabeza.
Porque yo tenía hasta ahora una imagen, no digamos angelical, pero si caballerosa del personaje. Probablemente alimentada por el cine con películas como El Barón Rojo (1971). Incluso por otras en las que no sale o sale de refilón como Fly Boys (2006) o The Blue Max (1966), donde un sarcástico George Peppard persigue la medalla que da nombre al film con el mismo ahínco con el que persigue la esposa de un general con cara de Ursula Andress. La cosa no podía acabar bien.
La Blauer Max o Max Azul, en efecto, era la máxima condecoración alemana que te concedía el káiser -también conocida como Pour le Mérite- tras derribar a 20 aviones sin perecer en el intento. Tiene gracia que los teutones bautizaran tan preciada medalla con una expresión gala. Debió ser para chincar a sus archirrivales los franceses.
Al fin y al cabo, el nacionalismo prusiano nació en Jena y Auerstädt frente a Napoleón. En Austerlitz la cosa estuvo más repartida porque compartieron responsabilidad en la derrota con los austríacos y los rusos. Aunque luego se recuperaron en Leipzig y, sobre todo, en Waterloo. Si hubiera llegado Grouchy antes que Blücher otro gallo cantaría.
Pero, como les decía, el combate aéreo empezó en plan fair play y luego se fue embruteciendo. Los primeros pilotos eran caballeros y al final acabaron siendo carniceros vestidos con traje de cuero. Richthofen ya confiesa de entrada que, cuando lanzaba bombas a los rusos, le invadía una “tremenda alegría” al ver la nube de la explosión. “Siempre que he lanzado bombas he terminado la mar de contento”, se sincera más adelante.
A la alegría por su primera presa: “de pronto casi grito de alegría la ver que su hélice había dejado de gritar. ¡Hurra!. ¡Le dí!”. Le sucede más adelante el placer de la sangre mezclado con el instinto de supervivencia: “Mi rival decidió aterrizar al instante. Pero como ya no perdono, ataqué por segunda vez y entocnes su avión se hizo añicos”.
En todo caso, lo de los 80 derribos tiene mérito -desde un punto de vista estrictamente militar, no de las víctimas- porque empezó en Infantería y no pasó al arma aérea hasta mayo de 1915. Luego, después de tres meses en la escuela, todavía lo mandaron de observador al frente del Este. Y no se estrenó hasta el 17 de septiembre de 1916.
Eso sí, pronto empezó a encadenar derribos, incluso de dos en dos. Como cazador prefería a los ingleses (“El inglés és un tipo listo al que siempre hay que considerar” que a los franceses, a los que consideraba escurridizos, por no decir cobardes. (“El francés escurre el bulto; el inglés, raramente”).
Además, le dieron un permiso de dos meses cuando pasó de la cifra récord de 52 victorias porque no era cuesitón que los británicos liquidaran a un héroe -había la leyenda urbana que habían creado una escuadrilla ex profeso para derribarlo- y cuando regresó una bala perdida lo dejó temporalmente fuera de combate por otra temporada.
Consiguió aterrizar a duras penas y recuperarse pero ya no volvió a ser él mismo: dicen que se convirtió en un aviador temerario a la búsqueda de una muerta gloriosa. La halló el 21 de abril del 1918. No le dio tiempo de ver la derrota del Imperio alemán. Si hubiera sobrevivido a la guerra, quizá Hermann Göering, su sucesor al frente de la mítica Jasta 11 -tras el paréntesis de Wilhelm Reinhardt- no habría llegado a Mariscal del Reich.
Lo cierto es que Richthofen, aficionada a la caza, aplicó a los aviadores ingleses la misma técnica que aplicaba con los faisanes: una mezcla de paciencia, ojo avizor e instinto depredador. “Yo soy un cazador, cuando he abatido a un inglés mi pasión por la caza se calma por lo menos durante un cuarto de hora”, se sincera en un capítulo del libro. Por eso decía al inicio de este artículo que ya no volveré a pensar en él como un angelito con alas.
Pero, antes de terminar, déjenme elogiar también la editorial -que tiene nombre de helado: Macadán- porque un país donde no lee ni Dios hay que estar loco para editar libros sobre motor. Yo hacía tiempo que no veía un libro tan bien editado. Y eso que soy de los que, tras adquirir uno, lo huelo por el procedimiento de abrirlo por la mitad, poner la nariz dentro y aspirar hondo. Nunca falla.
Quizá el mérito es del original en alemán pero a la abundancia de notas a pie de página hay que añadir un apéndice sobre los aviones del barón. Soy de los que apenas distingue una bujía de un carburador pero ahora que es verano se puede intentar impresionar al sexo opuesto -o al propio: ustedes verán- presumiendo de saber que el Albatros tenía un motor Mercedes de 6 cilindros en línea refrigerado por agua de 160 cv. Más tarde vendría el famoso Fokker triplano.
También me ha permitido descubrir que, durante la I Guerra Mundial, los “mandos prohibieron el uso del paracaídas para evitar que los pilotos saltaran a las primeras de cambio evitando el combate. Un piloto debía permanecer en su avión. Su uso era considerado una salida fácil y poco valerosa para salvar el pellejo”. Y yo que pensaba que la industria del paracaídas no estaba suficientemente desarrollada.
En fin, lo único que me sabe mal es que nuestro protagonista fuera primo de otro Richthofen, de nombre Wolfram, que llegó tarde a la aviación (1918, ocho derribos) pero que luego recuperó el tiempo perdido. Fue el mariscal más joven de la Luftwaffe tras haber hecho méritos en España con el bombardeo de Guernica (1937) -estaba al mando de la Legión Condor- y en Stalingrado porque Goering le endilgó el puente aéreo que tenía que salvar al VI Ejército.
El orondo Hermann era un bocazas quje pensó que sería coser y cantar. Creyó que su fuerza aérea podría hacer como en la bolsa de Demyansk, donde socorrieron a los tropas -también rodeadas por los rusos- entre febrero y abril del 42. Pero Stalingrado no era Demyansk: no eran 100.000, sino 250.000 los encerrados; tampoco era primavera sino invierno y, felizmente, el III Reich había llegado a su máxima extensión y empezaba a dar muestras de agotamiento. El principio del fin, que dijo don Winston Churchill tras El Alamein. Pero eso ya es otro cantar.
Xavier Rius es director del diario digital e-notícies
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