Confieso que éste viernes -en el cabify que me llevaba desde los estudios de Telecinco al AVE- lloré casi como un niño. Durante un atasco en la M-30. Mientras oía Àngels Barceló, atónita, decir por los micrófonos de la Ser que los catalanes nos habíamos cargado nuestras propias instituciones. Era cierto.
El conductor se apiadó de mí y me regaló un paquete de kleenex. Pero cuando llegué a Atocha todavía estaba desencajado. Como cuando sales de un funeral tras la muerte de un ser querido. Luego me encontré un colega y puso semblante de sorpresa. Creo que todavía hacía mala cara.
Yo me perdí la Diada del 76, la de Sant Boi. Tenía doce años. Y la del 77, la de en teoría un millón de personas, porque tenía trece. Pero en la 1978 ya estaba ahí como un clavo. Nunca imaginé que el día que el Parlamento de mi país llegara a declarar la independencia fuera el día más triste de mi carrera profesional.
Ayer, en efecto, se esfumó todo de un plumazo. Y como dice el refrán más vale pájaro en mano que ciento volando. Catalunya ha entrado en un terreno de arenas movedizas. Nadie sabe, a ciencia cierta, qué pasará. Pero no presagia nada bueno. El Estado no perdona.
Voy a decirlo por enésima vez. Aunque me repita como los abuelitos: no puedes hacer la independencia con sólo la mitad del país. Por mucho que se empeñen con el mandato democrático y la veu del poble. Estoy convencido de que ésto no saldrá bien. Al contrario, saldrá fatal. Puro desastre. Lo peor es que lo saben. Y tanto que lo saben.
Por eso no acabo de comprender la euforia de los partidarios del proceso. Por ejemplo, de Daniel Condeminas -exjefe de prensa de ERC pero eso no lo decían en pantalla- o de la periodista Gemma Aguilera -ésta escribió un libro mano a mano con Pere Macias- en la tertulia nocturna de ayer en TV3.
Al menos el presentador, Xavier Graset, tuvo la gentileza en esta ocasión de equilibrar el debate. Debe sufrir por el cargo. Y Argelia Queralt y Josep Joan Moreso, exrector de la UPF, no se callaron. Estuvieron a la altura. Y no los conozco en persona. Es que ni comulgo con sus ideas.
Da igual, la responsabilidad de la cadena y de Catalunya Ràdio en todo el desaguisado es enorme: han estado durante cinco años dando esperanzas y alimentando espíritus. Incluso estómagos agradecidos.
De la ACN, la agencia de noticias de la Generalitat, no puedo hablar porque en e-notícies no estamos suscritos. Aunque antes te obligaban a ello para tener opciones a recibir subvenciones. En la época del ahora exconseller Mundó como responsable de comunicación de lal Govern.
Y ya sé que, al final, PP y PSOE han dejado los medios públicos al margen de la intervención. Tampoco se trata de convertir TV3 en una nueva TVE. Pero por la misma razón hay que garantizar, de totes totes, su pluralidad y neutralidad en las próximas elecciones al Parlament. No se puede concurrir a una convocatoria electoral con una TV3 desbocada. Ni Mònica Terribas lanzando sermones desde su púlpito.
Porque parece que la única estrategia del proceso ha sido cuanto peor, mejor. En plan CUP. Incluso puede que sea una estrategia a largo plazo: si la represión policial, política y judicial es desaforada seremos independientes en unos años. En eso estoy de acuerdo. Es una probabilidad.
A veces hasta parece que quieran muertos. Espero de verdad equivocarme. En un doble sentido: que no quieran y que no haya. Me temo que en este trágico caso la UE cerraría filas con el Estado español.
Había una época en que Catalunya, con independencia o sin, era admirada en Europa. Habíamos aportado a la cultura europea Gaudí, Dalí, Miró. Si me apuran también Picasso, que pasó por Barcelona y por Horta de Sant Joan.
Ahora ésto, a los ojos del mundo, se ha acabado. Pensábamos que éramos una gran nación y nos verán como una tribu por domesticar. La sensación personal es de desolación.
Ayer hasta se me pasó por la cabeza dejar el periodismo. Algunos, desde luego, se alegrarían. Incluso marcharme al extranjero. A mi querida Dublín, por ejemplo. Dónde el clima es húmedo, las personas afables y el paisaje frondoso.
Pero no puedo porque tengo una família que mantener. Y no sé hacer otra cosa que artículos o titulares. Si tuviera talento me dedicaría a la literatura. O a la electricidad. Como los lampistas. Pero es que no sé ni cambiar una bombilla.
Habrán notado, en todo caso, que me he pasado al castellano en mis últimos artículos. Si pudiera escribiría en latín. Tiene que ser algo profundo. Casi psicológico. Es terrible: Las palabras me fluyen más en castellano que en catalán. Espero que sea algo temporal.
Pero es que no sólo me insultán casi exclusivamente en catalán sino que he oído decir en mi lengua materna muchas sandeces. Probablemente desde que Homs dijo aquello que si había penas por el 9-N “será el fin del Estado español”. Pues no parece, francamente.
Aunque ya llevaba carrerilla el hombre porque fue el mismo que trató al ministro Montoro, el que ahora controla la caja de la Generalitat, de “macarra” ante los micrófonos de Catalunya Ràdio. Sin que Mònica Terribas, por cierto, pestañeara lo más mínimo.
El mal que han hecho estos dirigentes es inmenso. Primero el ridículo internacional del día anterior: ahora convoco elecciones, ahora no. Ahora comparezco, ahora no. Ahora voy al Parlament pero permanezco en silencio.
Al día siguiente, el más importante de la historia de Catalunya en los últimos 40 años, ni siquiera pidió la palabra. Eso sí, más tarde habló ante los alcaldes soberanistas. Pero en el Parlament, president, los discursos se hacen en el hemiciclo, no en las escaleras.
Ayer no fue la victoria de Catalunya. Fue la victoria de una parte de Catalunya por encima de la otra. Y la primera obligación de un político es saber qué país tiene bajo los pies. Ya lo decían los sabios: de Vicens Vives a Joan Fuster. Catalunya ha entrado en una dimensión desconocida.