Des de Gavrilo Princip, aquel serbio que le descerrajó dos tiros al archiduque Francisco Fernando y a su esposa, los serbios tienen mala fama en la historia. El asedio de Sarajevo -el más largo desde Leningrado: 44 meses- no hizo más que confirmar, a ojos de Occidente, esta mala fama.
Yo estuve de vacaciones apenas empezado, en el verano olímpico del 92, y se te ponía la piel de gallina. Se había puesto de moda bombardear objetivos militares como la cola del pan o del agua. Para situarnos, era como si bombardearan Barcelona desde el Tibidabo o Montjuïc. Había calles dividias por la mitad.
Fuimos, en coche, desde Barcelona tres periodistas: Oriol Malló, que ahora anda por México; el fotoperiodista Francesc Navarro y un servidor, que por entonces estaba en La Vanguardia. Lluís Foix se acordará.
El legionario que estaba de guardia en el cuartel de Mostar puso los ojos como platos cuando nos vio descender de un minúsculo Peugeot 106 con matrícula de Barcelona. Francesc era todavía más larguirucho que yo. A la agencia de alquiler de coches les habíamos dicho que era para ir a Lloret.
Luego, gracias a un avión de la ONU y al correspondiente chalecho antibalas -si no no te dejaban volar- nos trasladamos a Sarajevo. Como éramos pobres no nos alojamos en el Hilton, donde se hospedaba la prensa interancional, sino en casa del doctor Safet Guska.
El doctor Guska era el especialista en cirugía torácica en uno de los principales hospitales de la ciudad. O sea, que la mayoría de tiroteados por francotiradores pasaban por sus manos. El truco era no matar a la víctima a la primera sino desangrarlo lentamente en medio de la calle. Así los que se arriesgaban a salvarlo podían aumentar la lista de víctimas.
Pero tras presenciar como los serbios masacraban a los croatas asistimos al espectáculo de ver como los croatas la emprendían con los bosnios -en este caso musulmanes- casi con el mismo ahínco con el que los serbios la habían emprendido con ellos.
Lo cierto es que, en los Balcanes, se han matado entre ellos con verdadera devoción. Oriente Medio ha sustituido ahora el área como zona caliente del planeta, pero durante siglos ha sido tierra de frontera, con frecuencia empapada en sangre.
Sólo hay que recordar lo que hicieron los Ustaha croatas a los serbios durante la II Guerra Mundial, por ejemplo. En Mauthausen conocí a una chica serbia, Tamara Ciric -me dejo algún acento, imposible de poner con teclado español- que tuvo un abuelo internado en el campo nazi. Me contó que los Ustaha acostumbraban a arrancar las orejas de sus víctimas.
Y un poco antes, en la I Guerra Mundial, los serbios estuvieron a punto de desaparecer como pueblo. El éxodo serbio, casi un genocidio, pasa casi desapercibido en nuestros libros de historia porque coincidió con otras carnicerías ilustres, mucho más próximas, como la Batalla del Somme. Eso fue una escabechina a la inglesa. El peor día del Imperio Británico.
Gaziel, entonces un joven periodista enviado por La Vanguardia, cubrió la retirada serbia y explicaba que de dos mil campesinos de Graditscze, Bohila, Vitotitszce, Klinovo y Zuik apenas sobrevivieron un centenar en su periplo hacie el mar empujados por alemanes, austríacos, búlgaros y húngaros, según las crónicas recuperadas por Plàcid García-Planas (1).
Ante el “sacrificio completo, absoluto, irremediable de Serbia” esperaban un ejército salvador de los Aliados que nunca llegó a tiempo. De buen seguro que los ejércitos de los imperios centrales les debían hacer responsables del inicio de la guerra. Pero, en palabras del gran Gaziel, Serbia llegó a ser una “patria moribunda”. Peor aún: dejó de existir. La historia no es nunca de un solo color.
(1) La Vanguardia: "Hastío del mundo", 9 de agosto del 2014