A Puigdemont le va como anillo al dedo la frase que le dijo a Boabdil su madre tras perder el reino de Granada: “Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Porque mientras él permanece en Bruselas junto a cuatro exconsejeros, el resto declara ante la Audiencia Nacional. Y los miembros de la Mesa del Parlament en el Supremo.
Ha perdido una ocasión histórica de salir en la foto. Ejercer de president y ponerse al frente del Govern. Siento vergüenza como catalán. Suficiente ridículo hemos hecho ya ante la prensa internacional. El mundo ahora sí que nos mira.
Es cierto que nunca, nunca, nunca deberíamos haber llegado hasta aquí. Pero también que se lo hubieran podido pensar antes. No es que hayan roto un plato sino toda la vajilla. Iban de valientes, casi de bravucones, incluso de temerarios.
Todavía resuenan en mis oídos los llamamientos de Puigdemont a la desobediencia, a la resistencia pacífica. En plan Gandhi. Como el día del referéndum cuando denunció la “violencia y represión” del Estado tras los garrotazos. En fecha tan memorable asumió el compromiso de “levantar digna y colectivamente un país libre, pacífico y democrático”. Ya ven: dando lecciones de dignidad.
Ese día, cuando decidió votar a escondidas en Cornellà de Terri en vez de hacerlo en Sant Julià de Ramis donde le tocaba, ya pensé que de testosterona iba más bien bajo. Un miembro de su equipo lo grabó con el móvil y luego lo vendieron en TV3 como una hazaña.
Pero si realmente quería desafiar al Estado ése era el momento. La imagen de un president zarandeado por la Guardia Civil habría dado la vuelta al mundo. Y ensangrentado o con la nariz rota no digamos. Quizá entonces si que hubieramos sido independientes. Ahora permanece en Bélgica alguien que, el pasado sábado, todavía apelaba a la “oposición democrática” mientras él se zampaba una comilona en un restaurante de Girona.
El martes, en su rueda de prensa en Bruselas, se dirigía al "poble de Catalunya" y pedía que “se prepare para un largo camino”. Lo de actuar con la “máxima creatividad” debía referirse a la manera de prolongar su escapada.
Ayer todavía emitía un comunicado como “gobierno legítimo” como si fuera un gobierno en el exilio -a Tarradellas le daría vergüenza- y denunciaba que “estamos ante un juicio político”. ¿"Estamos”?. Será están porque menudo favor les ha hecho a los que sí que han ido a la Audiencia.
En fin, me ahorro otros comentarios sobre algunos de los que todavía permanencen en paradero desconocido. Como el consejero de Salud, Toni Comín. Éste es aquel que, al día siguiente del referéndum, llegó a Palau con una sonrisa de oreja a oreja, repartiendo besos y el pulgar alzado: ¡qué bien lo hemos hecho!, ¡como hemos burlado al Estado!.
O el de Cultura, Lluís Puig, que volvió a Barcelona -La Vanguardia lo pilló echando una cabezadita en el avión al lado Joaquim Forn- y visto el percal se ha vuelto a Bruselas a corre-cuita. Puig, que empezó de bombero, es de aquellos que en un país normal no habría llegado nunca a consejero. Al menos por la vía de la carambola. El otro día, mientras un servidor montaba guardia en el último consejo nacional del PDECAT, pasó desapercibo. Ni los fotógrafos sabían quién era.
Carles Pugidemont se comporta, a sus 54 años, como si todavía fuera militante de la JNC, las juventudes de la extinta Convergencia. Organización juvenil en la cual, por cierto, fue expedientado por indisciplina.
Lo he dicho siempre: uno de los problemas del soberanismo es que el frikismo había alcanzado las cotas altas del proceso. Pero nunca llegué a imaginar que llegaría a las más altas. Incluida la presidencia de la Generalitat.