El otro día regresaba de la presentación del libro de Cayetana y presencié un caso de racismo negro.
En el tren, a la altura de Sants, se empezaron a oir voces dentro del vagón.
Un pasajero de tez negra -al que llamaremos A- empezó a llamarle a otro “racista de mierda”, que le iba a romper la cara, que qué se había querido.
Además en un castellano precario.
Estaban apenas separados por el pasillo
El otro empezó a pedir perdón.
Yo no entendía nada.
Pensé que, en efecto, se había dado un caso de racismo: ya saben, blanco contra negro.
Pero resulta que fue un caso de racismo inverso.
El negro contra el blanco.
Resulta que otro pasajero -al que llamaremos B, éste de color blanco- le había dicho a un tercero -C, también de color en este caso- que, por favor, se pusiera la mascarilla.
Es obligatoria en el transporte público. Ahora también en la calle.
El sujeto A salió entonces en tropel con las acusaciones de racismo.
Empezó a insultar a B con todo tipo de improperios.
Creo que hasta le llamó “blanco de mierda”, variante semántica del ya mencionado “racista de mierda”.
Pero no era racismo, era una cuestión estrictamente sanitaria.
La cosa fue subiendo de tono.
El que vociferaba hasta se levantó de su asiento. Pensé que llegaría a la agresión. Estaba muy exaltado.
Mientras que B sólo hacía que excusarse y pedir perdón. Cada vez más apretujado en su asiento. Por suerte estaba en el lado ventana.
Tenía pinta de estudiante universitario. Incluso con gafitas.
El otro le pasaba probablemente un palmo. Quizá hasta dos.
Además se metió en la conversación a pesar de que ni siquiera iba con él. No conocía a C como comprobé después.
El tren, en hora punta, iba bastante lleno. Todos, por supuesto, con mascarilla. La sexta oleada, la de la omicron, ya había empezado.
Me temí lo peor.
Al final intercedió una chica -sí: una chica-. El de delante mío, creo que mexicano, también se levantó.
El resto estábamos inmovilizados por el miedo. Incluso por la corrección política. El que dirán. El no meterse en líos.
El sujeto B acabó bajando en L'Hospitalet después de acabar de lanzar insultos no sólo al estudiante sino incluso a la chica en cuestión.
Su colega, por cierto, permaneció en el vagón. Creo que con mascarilla puesta. Aunque nos deleitó todo el resto del trayecto con la música de su móvil. No llevaba auriculares. Nadie se atrevió a decirle nada. No fuera otro caso de racismo.
A mí, con este episodio, me vino a la cabeza un artículo que escribió ya hace años Manolo Milián Mestre y que he conseguido rescatar.
Lo publicó en el Avui el 14 de Diciembre del 2010. “La perplexitat a l’horitzó” se titulaba.
Había presenciado un episodio similar.
Explicaba que unos días antes había visto “en unos grandes almacenes de Barcelona un pequeño incidente entre una vendedora y un cliente magrebí, que la increpaba de forma exigente, casi agresiva”.
“Pretendía tener razón cuando no era así, puesto que la chica se había expresado con absoluta corrección. ‘Estoy harta de la insolencia de esa gente –me dijo, excusándose–. Cada día son más los que vienen con malos modos. Estamos cansados”, explicaba el autor.
No digo que no haya casos de racismo. Y que hay que combatirlo.
Pero que, a veces, no es racismo, es incivismo. O simplemente mala educación. La excusa perfecta.
Recuerdo, en este sentido, una entrevista más reciente de Ricard Ustrell a Lilian Thuram publicada El Periódico.
"El racismo es, ante todo, un problema de los blancos”, afirmaba el exjugador de Barça.
El racismo no depende del color de la piel.